Esta es la mujer que descubrió las estrellas más útiles del universo
Cuando Jocelyn Bell Burnell descubrió su primer púlsar hace
51 años, desveló una nueva herramienta para resolver muchos misterios del
cosmos.
Los púlsares —cadáveres de estrellas giratorias que emiten
pulsos de ondas de radio a través del cosmos— son las navajas suizas de la
astrofísica actual. Con ellos, los científicos pueden poner a prueba algunas de
las teorías más fundamentales de la física, detectar ondas gravitacionales,
navegar por el océano cósmico y quizá hasta comunicarse con extraterrestres.
Pero si no fuera por el trabajo de Jocelyn Bell Burnell, que
descubrió los púlsares en 1967 siendo estudiante de posgrado en la Universidad
de Cambridge, estos distantes faros estelares podrían no haberse convertido en
unas herramientas celestes tan útiles.
Ahora, 51 años después de detectar un raro patrón en sus
observaciones, Bell Burnell ha ganado el Premio Breakthrough Especial en Física
Fundamental, por valor de 3 millones de dólares. El comité del premio no solo
cita su «detección de señales de radio de estrellas de neutrones superdensas
que giran a toda velocidad», sino también «toda una vida de liderazgo científico
inspirador».
Bell Burnell ha dedicado su carrera a trabajar para
potenciar el papel de las mujeres y las minorías en la ciencia. ¿Necesitas
pruebas? Va a donar los 3 millones de dólares del premio a una ONG de Reino
Unido cuya misión consiste en apoyar a estudiantes de física de posgrado
pertenecientes a grupos insuficientemente representados.
«La profesora Bell Burnell merece este reconocimiento»,
afirmó en un comunicado el fundador del premio Breakthrough, Yuri Milner. «Su
curiosidad, sus observaciones diligentes y sus análisis rigurosos revelaron uno
de los objetos más interesantes y misteriosos del universo».
Los púlsares, repartidos por la galaxia, son objetos
exóticos que representan el lado más extremo de la física. Pero ¿cómo los
encontró Bell Burnell y cómo se emplean hoy en día? Te lo contamos a
continuación.
Kilómetros de papel
En 1967, Bell Burnell trabajaba con Anthony Hewish,
astrónomo de Cambridge que quería detectar más cuásares, que son los núcleos
distantes y extremadamente brillantes de las galaxias masivas. Para hacerlo,
Hewish estaba explorando el firmamento y buscando ondas de radio generadas por
dichos cuásares. Pero para lograrlo, necesitaba un nuevo radiotelescopio.
Por suerte, tenía a la estudiante más apta para la tarea.
Bell Burnell, una de las pocas mujeres que estudiaba astronomía allí en aquella
época, era lista, trabajadora y muy capacitada para construir un telescopio
que, básicamente, se parecía a un campo lleno de vallas de alambre.
«Ayudé a construir el radiotelescopio junto a otras cinco
personas. Cuando lo terminamos, los demás desaparecieron», dijo durante una
reunión de 2017 que celebraba el quincuagésimo aniversario de su
descubrimiento. «Solo quedé yo, la primera persona en manejar el telescopio».
Entonces, nadie sabía que Bell Burnell padecía un caso
extremo de síndrome del impostor, la sensación de que no era digna de estar en
Cambridge. Bell Burnell, originaria de Irlanda del Norte, había crecido y había
sido educada en el norte de Reino Unido y no estaba preparada para lo que ella
describe como «la confianza melosa» de todo quien está en Cambridge.
«Estaba segura de que habían cometido un error al admitirme,
que lo descubrirían y me echarían», recordó. «Pero era luchadora y dije que,
hasta que me echasen, trabajaría lo más duramente posible para que, cuando me
echasen, no me sintiera culpable. Sé que lo he hecho lo mejor que he podido».
Decidida a irse con tanta gloria como fuera posible, Bell
Burnell trabajó con el telescopio durante seis meses y descubrió unos 100
cuásares más, algo que hizo estudiando minuciosamente lecturas en papel
(Cambridge solo tenía un ordenador para toda la universidad que apenas tenía
memoria y estaba ocupado en tareas no astronómicas).
Bell Burnell afirma que cada día analizaba unos 275 metros
de papel y, a lo largo de esos seis meses, analizó casi 5 kilómetros de líneas difusas.
Los hombrecillos verdes
La primera señal extraña apareció el 6 de agosto de 1967 en
una franja de datos ondulante que ocupaba menos de seis milímetros de las
lecturas de Bell Burnell.
«La marqué con una interrogación y seguí», contó.
Pero esa anomalía minúscula apareció una y otra vez en la
misma parte del cielo. Y aunque era una anomalía diminuta, persistió en su
cabeza. Finalmente, extrajo todas sus observaciones de esa misma parte del
firmamento, las alineó y se dio cuenta de que se encontraba ante un misterio
cósmico.
Los registros de alta velocidad realizados en noviembre de
1967 revelaron que Bell Burnell había captado una serie repetida de pulsos de
radio separados por algo más de un segundo —llevando el ritmo de forma
exquisita— que no se parecían a nada que hubiera visto antes.
Hewish, su tutor, denominó estos pulsos LGM-1, por Little
Green Men (hombrecillos verdes), y estaba convencido de que era una señal
artificial.
Pero Bell Burnell no estaba tan segura.
«Sabía que no era artificial, porque llevaba varios meses
siguiendo esta dichosa señal», dijo, aclarando que la fuente de la señal
siempre aparecía en la misma parte del firmamento.
Pronto descubrió un segundo objeto pulsante, y a
continuación un tercero y un cuarto, una respuesta a la pregunta de si había
descubierto un preciso reloj cósmico natural o una baliza alienígena. Los
objetos pasaron a conocerse como púlsares y, varios meses después, fueron
identificados como estrellas de neutrones giratorias, objetos bastante
hipotéticos en la época.
Hewish y ella publicaron un artículo científico que
describía su descubrimiento en febrero de 1968, y en 1974, el comité del premio
Nobel concedió a Hewish y a su colaborador Sir Martin Ryle el premio Nobel de
Física por su descubrimiento (y el de Bell Burnell).
«Durante toda su vida como científica, ha estado por encima
de la polémica del Nobel y en lugar de eso se ha dedicado sin descanso a la
ciencia, los servicios públicos y la educación», afirma el astrónomo Nicholas
Stuntzeff, de la Universidad A&M de Texas. La describe como «una persona
heroica que ha hecho más por el progreso de la ciencia en los tres pilares
académicos —investigación, educación y servicio— que casi cualquier otro
científico vivo».
Sin embargo, para Bell Burnell, abrirse camino hacia los
niveles superiores de la ciencia fue un recorrido difícil.
«Me prometí para casarme entre los descubrimientos de los
púlsares dos y tres. Estaba muy orgullosa de aquel anillo de compromiso y lo
llevaba en el laboratorio. Eso fue un error, porque era una señal de que lo
dejaba», dijo. «En aquella época, en Gran Bretaña, las mujeres casadas no
trabajaban. Era vergonzoso que una mujer casada tuviera que trabajar;
significaba que su marido no ganaba lo suficiente».
La presión social para abandonar la astronomía empeoró
cuando Bell Burnell tuvo un hijo. Siguió a su marido durante un par de años,
dedicándose a la astronomía de rayos gamma, la astronomía de rayos X y la
astronomía infrarroja antes de crear su propio grupo de astrofísicos. Ahora,
como profesora invitada de la Universidad de Oxford, ha podido volver a
estudiar su primer amor: las estrellas de neutrones, cadáveres densos de
estrellas supergigantes.
Púlsares prolíficos
Hoy, gracias a sus esfuerzos, los púlsares han demostrado
ser una de las herramientas más útiles en la caja de herramientas de un
astrónomo.
Las estrellas muertas giratorias, formadas tras el colapso y
la muerte de estrellas supermasivas, mantienen un tiempo muy preciso, lo que
las convierte en instrumentos valiosos a la hora de medir los efectos
normalmente sutiles de la física extrema.
A medida que giran, los púlsares emiten pulsos de ondas de
radio y los astrónomos pueden registrar y seguir los pulsos a medida que
alcanzan la Tierra. Las pequeñas desviaciones en la llegada de esos pulsos
pueden revelar ondas gravitacionales producidas por la colisión de galaxias o
utilizarse para poner a prueba las teorías fundamentales de la relatividad de
Einstein.
Los púlsares también se han empleado para pesar el sistema
solar y localizar su centro de masa, y se han propuesto como señales para la
navegación estelar a largo plazo. Una vez, los astrónomos llegaron a utilizar
púlsares para elaborar un mapa que orientaría a los extraterrestres hacia la posición
de la Tierra en el espacio.
Al recordar su descubrimiento, Bell Burnell afirma que no
tenía ni idea de lo revolucionario que sería.
«Al principio, cuando te tropiezas con algo nuevo, en
realidad trabajas entre la niebla», explica. «Puedes ver algunas cosas entre la
niebla, pero no muchas. Y madre mía, ¡cuánto hemos avanzado en 50 años!».
Hasta la Próxima y Adius.
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